
Este es un momento en el que hemos vuelto a revisar una serie de expresiones culturales conectadas con epidemias anteriores, ya sea sincrónicamente como el Decamerón de Boccaccio (1313-1375), o inspiradas por aquellas, como la película El Séptimo Sello (1957), de Ingmar Bergman. Entre esos dispositivos culturales se encuentra la alegoría del medioevo tardío, denominada “La Danza de la Muerte”, o “La Danza Macabra”. Es un Memento mori, o recordatorio de la inevitabilidad de la muerte, en la que se ve una serie de esqueletos humanos intercalados con personas vivas, unidas de las manos en una suerte de ronda. La imagen es poderosa porque hay sacerdotes y reyes, mujeres y hombres, niñas y niños, todas personas normalmente emplazadas en jerarquías diferentes, pero llamadas por igual a unirse a la danza. Sin embargo, creo que esta imagen refleja un antropocentrismo que a estas alturas, y en particular con las pandemias recientes, deberíamos corregir. Esta danza debería retratar también a una serie de otros animales no-humanos, que paradójicamente siempre han estado ahí, pero invisibilizados.
En la medida que compartimos, modificamos y también destruimos ecosistemas y espacios varios, nuestro permanente impulso occidental-moderno por generar una frontera clara entre humanidad y animalidad parece reventarnos en la cara. Resulta extraño que la porosidad de dicha “frontera higiénica” -como la llama el etno-etólogo y filósofo Dominique Lestel (2018)- nos asombre. La humanidad se ha constituido desde sus inicios con otros animales y no hay sociedad alguna que no presente una cualidad híbrida en tanto comunidades conformadas por múltiples organismos animales (a las que también habría que agregar, al menos, vegetales y micro-organismos). Si no resultaba meridianamente claro a través de la agricultura e industria agroalimenticia; de las múltiples especies compañeras (Fagan, 2015; Porter y Gershon, 2018), o de todo el acervo cultural relacionado con animales no-humanos con los cuales ‘pensamos’ (Daston y Mitman, 2005), el plano sanitario apunta a procesos aún más fundamentales. Una vez más la humanidad se ha visto enfrentada al hecho de que los animales estamos a fin de cuentas íntimamente relacionados en la esfera de la salud. Personas dedicadas a la medicina epidemiológica, veterinaria y biología, entre otras, hace tiempo han descrito y explicado cómo bacterias, virus y otros agentes microscópicos conviven, evolucionan, viven y mueren ‘en’ y ‘entre’ animales de distinto tipo. No podemos olvidar que, así como otros organismos, somos sustratos ecológicos para ellos.
Desde los estudios Humano-Animal y la antrozoología, varios títulos que consideran aspectos socioculturales y socioecológicos se pueden destacar al respecto: Rats, Lice and History (1934) de Hans Zinsser; Animals, disease and human society, de Joanna Swabe (1999); Beasts of the Earth, de Fuller y Yolken (2005); Viruses, plagues and history (2010), de Oldstone; Animals, diseases, and human health (2011), editado por Radford Davis; y Spillover: Animal Infections and the Next Human Pandemic (2012), de David Quammen. En The Chickens Fight Back. Pandemic panics and deadly diseases that jump from animals to humans (2007), David Waltner-Toews insiste precisamente en la casi permanente relación de flujo de dichos agentes entre animales humanos y no-humanos (abordando una larga lista de enfermedades: Peste bubónica, Enfermedad de Lyme, Mal de Chagas, Malaria, Enfermedad del Sueño, Rabia, etc.). Ahí destaca la figura del veterinario Calvin Schwabe, quien acuñó el término “One Medicine” en 1964, resaltando el continuo entre medicina veterinaria y medicina humana para enfrentar problemas de salud globales. Puso además el énfasis en cómo los ambientes también influían en las enfermedades que los vertebrados sufríamos, aportando a la visión de “One Health”, o la intersección de la salud de animales humanos, salud de animales no-humanos y salud del ambiente. De igual manera, Waltner-Toews resalta el hecho de que términos como ‘brote’, ‘epidemia’ y ‘pandemia’ son utilizados también con criterios y efectos políticos. Esto ocurriría particularmente cuando ciertas afecciones llegan a países industrializados y ricos, movilizando la atención pública y recursos considerables. En otros casos, confinados a sectores del tercer mundo, a estas epidemias se les normaliza e invisibiliza, aunque sus víctimas se cuenten por cientos de miles cada año. Su perspectiva es crítica de una globalización irreflexiva, de la obliteración de sistemas agroecológicos de pequeña escala y gran diversidad, así como de una industria alimentaria que ha transformado a otros animales en meros recursos transportables, aglomerables y sacrificables.
Es en este escenario que han surgido también las críticas a los “wet markets” de varios lugares de Asia. El pobre o nulo manejo sanitario del sacrificio de múltiples animales salvajes en ellos ha resultado el amarre final de la catastrófica práctica de reunir a muy diversas especies salvajes, de distintas partes del mundo, en espacios cerrados y calurosos, para el consumo humano. Esto fue caracterizado como una ‘bomba de tiempo’ por científicos en la epidemia de SARS en 2003, cuando se detectó su más probable origen en el coronavirus (SARS-CoV-1) que pasó de murciélagos de herradura (Rhinolophus sinicus) a civetas de palma (Paguma larvata), las que habrían estado en este tipo de mercados en Guangdong (cadena aún no del todo clara, al menos en lo que a intermediarios se refiere). En la actualidad se sigue analizando si algo similar ocurrió con el actual SARS-CoV-2, desde el mercado de Wuhan, sin que nuevamente se haya establecido con claridad el animal intermediario, aunque se sospecha que podría ser el pangolín (Pholidota, 8 especies repartidas entre Asia y África). Otros estudios recientes buscan establecer si estos animales –dentro de los más traficados ilegalmente en el mundo- son huéspedes originales en esta trama.
Se debe aquí tener cuidado con pretender aislar una causa puntual, ignorando la complejidad de los entramados humanos y no humanos que han hecho emerger cada pandemia. Así, el antropólogo médico Christos Lynteris, editor del libro Framing Animals as Epidemic Villains (2019), advierte acerca de la tendencia a visualizar a ciertos animales no-humanos como “incubadores de riesgo existencial para la humanidad”. Así, en lugar de atender a las mencionadas complejidades (y a todas esas acciones humanas involucradas), se opta por actuar con poco conocimiento, sacrificando y erradicando a los animales no-humanos ya estigmatizados, pudiendo esto desatar otros desequilibrios insospechados. Desde su visión, mucho de esta respuesta vehiculiza frustraciones y temores frente a la falta de control humano sobre agentes no humanos, así como frente a la evidente constitución difusa de las categorías y límites que construimos entre ‘Naturaleza’ y ‘Cultura’.
Waltner-Toews afirma que particularmente en países industrializados parece algo chocante que una cierta enfermedad salte desde la supuesta ‘otredad’ animal a la humanidad, algo que genera ‘sorpresa’. Afirma que a las personas no nos gustan las sorpresas porque suelen descarrilar planes políticos y económicos, desorganizan ciertas teorías y nos dejan perplejos, rompiendo expectativas y supuestas regularidades. Pero esto sería más bien un problema de memoria -y de percepción selectiva, agregaría-, ya que los datos esenciales para comprender estas estrechas relaciones están presentes hace un buen tiempo (en términos de historia humana, claro). Por algo el Dr. Dennis Carroll, director de la Unidad de Amenazas Emergentes de USAID, uno de los protagonistas de la serie de Netflix Pandemia, filmada antes del brote y expansión del Covid 19, afirmó en una entrevista reciente en Nautilus que nada de esto le sorprendió. Su trabajo ha hecho que tenga incorporada la complejidad sistémica de un fenómeno como este, además de haber visto los riesgos –como los wet markets y la intrusión humana en espacios silvestres antes poco intervenidos- multiplicarse.
Valdría la pena, entonces, aprender de esta pandemia y reevaluar nuestras aproximaciones a lo no humano, y en particular, hacia otros organismos. Así como hemos practicado la distancia social de emergencia entre nosotros, cabe considerar formas de “sociabilidad distanciada” (Benavides 2020, Anthrozöos) con otras especies. Esto implica respetar proxemias y reconocerlas como algo dinámico y contextual; nuestra historia de co-evolución y avances sanitarios con especies domésticas y compañeras representan un extremo del continuo, en comparación con especies silvestres con las que no tenemos ese tipo de historia. Con éstas, por tanto, debemos mantener distanciamientos respetuosos, manteniendo un nivel de relación y preocupación sin ser invasivos (Ej: evitar alimentar animales silvestres es parte de esto). Así, el tráfico de especies silvestres deberá ser combatido con aún más fuerza, profundizando la educación y concientización frente a lo cuestionable de mantener mascotas exóticas, así como a la tenencia responsable de aquellas domésticas, entre otras medidas. Por último, cobra relevancia lo que plantea Waltner-Toews: si entendiéramos un poco más acerca de otros animales con los que compartimos este planeta y los micro-organismos que viven ‘en’ y ‘con’ ellos, quizás también nos entenderíamos mejor a nosotros mismos y los alcances de nuestras formas de habitar este planeta.