Por Meagan Day – Original aparecido en Revista Jacobin como “Capitalism Is Ruining Science” el 9 de julio de 2018. Colaboración de Felipe Villanelo Lizana.
[1]Traducción literal del “funding or famine”, versión maś moderna y explícita del “publish or perish”
La progresiva mercantilización ha creado incentivos perversos para los investigadores y amenaza con una corrupción generalizada a la ciencia misma.
La Universidad existe desde antes del capitalismo y a veces ha resistido a los dictados del mercado, persiguiendo no el lucro, sino la verdad y el conocimiento. Pero el capitalismo devora todo lo que puede y a medida que extiende su dominación, no resulta sorprendente que la universidad moderna se subordine cada vez más a lo que Ellen Meiksins Wood denomina «los dictados del mercado capitalista: sus imperativos de competencia, acumulación, maximización de beneficios y productividad laboral creciente».
En la academia, ese imperativo se manifiesta de maneras explícitas en el “publicar o perecer”, o el más reciente “financiamiento o hambruna”[1].
Sin inversión pública, las universidades se ven obligadas a cumplir las reglas del sector privado; es decir, a operar como empresas. Las empresas, por supuesto, enfocan todos sus esfuerzos en el resultado final, y el resultado final depende de la maximización del beneficio, que, a su vez, depende de una evaluación cuidadosa y constante de las entradas y salidas. El resultado para la ciencia en la academia, según los investigadores Marc A. Edwards y Siddhartha Roy en su artículo «Investigación académica en el siglo XXI: mantenimiento de la integridad científica en un clima de incentivos perversos e hipercompetencia«, ha sido la introducción de un nuevo régimen de evaluación de indicadores cuantitativos (métricas) de productividad, el que rige prácticamente todo lo que hacen los investigadores y tiene impactos observables en sus prácticas de trabajo.
Estas métricas y puntos de referencia incluyen «recuento de publicaciones, citas, recuentos combinados de publicaciones y citas (p. Ej., Índice H), factores de impacto de revistas especializadas (Journal Impact Factor, JIF), dólares totales de investigación y patentes totales.» Edwards y Roy observan que «estas métricas cuantitativas ahora dominan la toma de decisiones para la contratación de docentes, promoción y jerarquización, premios y financiamiento”.» Como resultado, las y los investigadores de la academia están crecientemente impulsados por un deseo frenético de obtener financiamiento para la investigación que, a su vez, sea publicada y citada. «El resultado de la actividad científica medido por el número de citas se ha duplicado cada 9 años desde la Segunda Guerra Mundial», señalan Edwards y Roy.
Pero cantidad no se traduce en calidad. Por el contrario, Edwards y Roy rastrean el efecto de las métricas de productividad en la calidad de la investigación científica y descubren que estas tienen un efecto perjudicial. Como resultado de estos sistemas de recompensa que incentivan el volumen de publicaciones, los artículos científicos se han vuelto más breves y menos exhaustivos, con «métodos pobres y aumento de las tasas de falsos descubrimientos». En respuesta al creciente énfasis en estas métricas en las evaluaciones profesionales, las listas de referencias en los curriculum se han superpoblado con el fin satisfacer los requerimientos laborales, con un número creciente de revisores que solicitan que se cite su propio trabajo como condición de publicación.
Mientras tanto, como el sistema recompensa la obtención de fondos de investigación con más oportunidades profesionales, las y los científicos terminan dedicando una gran cantidad de su tiempo a redactar proyectos de investigación y a exagerar sus resultados positivos para captar la atención de las agencias de financiamiento. Del mismo modo, cuando las universidades premian a los departamentos por sus buenas clasificaciones en rankings de todo tipo, estos se sienten incentivados a «hacer ingeniería reversa de estos rankings, jugar con ellos y finalmente hacer trampa”, erosionando la integridad de las instituciones científicas.
Las consecuencias sistémicas de una mayor presión del mercado en el ámbito científico/académico son potencialmente catastróficas. Como escribieron Edwards y Roy, «la combinación de incentivos perversos y un financiamiento reducido aumenta las presiones que pueden llevar a un comportamiento no ético. Si llegara a existir una masa crítica de científicos poco confiables, esto podría significar un punto de inflexión en el que la empresa científica misma se vuelva inherentemente corrupta y se pierda la confianza pública, arriesgando una nueva era oscura con devastadoras consecuencias para la humanidad». Para mantener la credibilidad, los científicos necesitan mantener la integridad, y la hipercompetencia está erosionando esa integridad, lo que puede socavar el esfuerzo científico global.
Además, mientras los científicos están preocupados persiguiendo fondos para investigación y citaciones para sus trabajos, pierden oportunidades para la contemplación cuidadosa y la exploración profunda de sus objetos de estudio, actividades fundamentales para descubrir verdades complejas. Peter Higgs, el físico teórico británico que en 1964 predijo la existencia del bosón de Higgs, le dijo al diario británico The Guardian al recibir el Premio Nobel en 2013 que él nunca hubiera logrado su gran descubrimiento en el entorno académico actual.
«Es difícil imaginar cómo iba a tener suficiente paz y tranquilidad en el clima actual para hacer lo que hice en 1964», dijo Higgs. «Hoy no obtendría un trabajo académico. Es tan simple como eso. Creo que no me hubiesen consideren lo suficientemente productivo «.
En las postrimerías de su carrera, Higgs dijo haberse convertido en «una vergüenza para el departamento cuando se empezó a evaluar cuantitativamente la investigación». El departamento de física de la Universidad de Edimburgo le envió un mensaje que decía: «’Por favor, enviar una lista de sus publicaciones recientes’ … , yo les envíe una nota de vuelta que decía ‘Ninguna’ como respuesta”. Higgs dijo que la universidad lo mantuvo a pesar de su productividad insuficiente con la sola esperanza de que ganase el Premio Nobel, lo que sería una bendición para la universidad en el ambiente contemporáneo de hundirse o nadar.
Cuando las máximas competitivas del capitalismo -vender el trabajo si se es un trabajador, maximizar el beneficio si se es un jefe- reina sobre todo lo demás, todas las actividades alternativas se ven inevitablemente frustradas, sin importar cuán nobles sean. Un noble propósito de la ciencia en la academia, por ejemplo, es proporcionar los recursos y estímulos para que las personas lleven a cabo experimentos rigurosos que mejoren el conocimiento colectivo sobre el mundo en que vivimos. Pero esas aspiraciones sufren a medida que las administraciones enfocadas en la austeridad frenan el financiamiento federal o estatal para las universidades y la investigación, y las instituciones reaccionan cambiando sus modelos de financiamiento para mantenerse a flote.
Edwards y Roy observan que la hipercompetencia causada por la proliferación de métricas de productividad hace que las y los científicos académicos prioricen la cantidad sobre la calidad, los incentiva a tomar atajos y selecciona a los académicos más orientados a su carrera individual por sobre quienes priorizan el conocimiento científico. En resumen, los dictados del mercado capitalista («competencia, acumulación, maximización de beneficios y aumento de la productividad laboral») perjudican la integridad científica y la búsqueda colectiva del conocimiento.
Edwards y Roy recomiendan varias reformas, centradas principalmente en flexibilizar las evaluaciones cuantitativas y prevenir las malas prácticas en la investigación. Pero con toda probabilidad, los problemas continuarán hasta que se aborde la causa raíz; es decir, hasta que el capitalismo ya no domine la universidad ni la sociedad que la sostiene.